• Los defensores de la epistocracia frente al sufragio universal están de moda tras el Brexit y el triunfo de Donald Trump.
  • Creen que la mayoría de los votantes son unos ignorantes y que se debería realizar un examen para poder acudir a las urnas.

 

Ni las personas que desconocen quién fue Napoleón ni los gordos que siguen comiendo donuts deberían poder votar. Lo dice el segundo Iniesta más influyente en España, Robe, cantante y poeta de Extremoduro, y resume con voz nicotinada lo que otros pensadores han plasmado en refinados estudios de teoría política: «Lo malo de la democracia es que todo el mundo puede votar».

La solución a las inquietudes de Robe se llama epistocracia, remedio insinuado por Platón o John Stuart Mill hace siglos y perfeccionado por el filósofo y profesor en la Universidad de Georgetown Jason Brennan en su último libro, uno de los más polémicos del pasado año, Against Democracy (Contra la democracia), publicado entre dos coartadas: después del sí al Brexit y antes de que la victoria de Donald Trump invitase a más de uno a preguntarse si el sufragio universal no fue una absoluta temeridad.

La polémica teoría de Brennan parte de una premisa: «En general, los votantes son unos ignorantes». En su retrato de la sociedad están los hobbits, gente desinformada que debería abstenerse por responsabilidad; los hooligans, que siguen la información política con el sesgo de quien apoya a su equipo de fútbol; y los vulcanos, que estudian la política con objetividad científica, respetan las opiniones opuestas y ajustan cuidadosamente las suyas: «Cuando se trata de información política, algunas personas saben mucho, la mayoría de la gente no sabe nada y mucha gente sabe menos que nada».

El último barómetro del CIS confirma que a más de la mitad de los votantes españoles la política les interesa poco o nada. Un estudio publicado justo antes de las elecciones de diciembre de 2015 revelaba que el 40% de los españoles cree que votar es obligatorio, más de la mitad no sabe hacerlo en blanco y sólo tres de cada 10 electores acertarían el número de diputados que hay en el Congreso.

«El mejor argumento en contra de la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante medio». Palabra de Winston Churchill.

Las democracias contienen un defecto esencial, sentencia Jason Brennan. Al extender el poder a todos los ciudadanos, han eliminado cualquier incentivo para que cada votante utilice su poder con criterio. El votante sabe que su decisión individual nunca resultará determinante y que tiene tantas posibilidades de cambiar un gobierno con su elección como de ganar la lotería. Así que, qué más da, por qué preocuparse.

La pega es que la suma de votantes sin criterio puede condenar al resto de la ciudadanía, de modo que elegir una papeleta u otra no debería ser como elegir entre patatas fritas o deluxe en la cola del McDonald’s. «En nuestro sistema, un voto individual después de una cuidadosa deliberación produce los mismos resultados que votar lanzando una moneda al aire», censura Brennan.

«El derecho al voto te da poder sobre los demás». Lo que en la práctica, insiste el filósofo, deposita nuestro futuro en manos de electores irresponsables. Es como si dejáramos nuestra salud en manos de un cirujano que no ha estudiado Medicina, no conoce ningún medicamento y toma sus decisiones por capricho. Y encima, estamos obligados a seguir su tratamiento.

¿Se puede aplicar lo que Jason Brennan propone? Manuel Arias, profesor de Ciencia Política en la Universidad de Málaga, cree que no. «Con el retorno de los populismos y decisiones populares como el Brexit, estas teorías críticas encuentran una nueva oportunidad para ser escuchadas. Pese a que sus propuestas son indeseables e impracticables, el argumento moral sí es sostenible: la necesidad de que el ciudadano se tome en serio un derecho que ha costado mucho universalizar; que se tome en serio a sí mismo».

«La democracia no es un fin en sí mismo. No es un poema, tiene el valor que tiene un martillo», argumenta Brennan en sus textos. «Es sólo un instrumento útil para producir políticas justas y eficientes. Si podemos encontrar un martillo mejor, debemos usarlo».

Niega que su fórmula sea totalitaria o siquiera parecida a la tecnocracia porque no se trata de dar el poder a los mejores, sino de quitárselo a los peores. Y va soltando preguntas incómodas. Si un fontanero, una peluquera o un conductor necesitan licencia, por qué no un votante. Si no pueden votar los niños, por qué sí alguien que desconoce por completo las consecuencias de su voto.

Su polémico libro recopila varias fórmulas. Por un lado, el sufragio restringido. Es decir, que los ciudadanos puedan adquirir el derecho al voto si pasan un examen previo de conocimiento político básico. Por otro, el voto plural, que implica que cada ciudadano tenga un voto pero los más competentes puedan conseguir votos adicionales.

El filósofo norteamericano inventa además varios sistemas de control como un órgano epistocrático con derecho a vetar las leyes aprobadas o una especie de votación ponderada, que interpretaría los deseos del pueblo. «La epistocracia hace lo que el público informado querría y no lo que el público desinformado quiere».

Las dudas con este sistema son evidentes. ¿Quién decide qué es estar bien informado? ¿Quién elige a los que eligen? Como dijo el profesor de Filosofía David Estlund: «Puede que tengas razón, pero ¿quién te ha nombrado jefe?».

Para Francisco Javier Gil Martín, profesor de Filosofía en la Universidad de Oviedo, la solución de Brennan es «excesivamente paternalista» y parte de «una aversión a la democracia, un pavor a la multitud». «Él cree que vulnerar la igualdad es menos injusto que permitir malos gobiernos. Pero el asunto de fondo es cuáles son los criterios por los que una política es mala o con los que prohibir a alguien votar. ¿Por qué tiene el mismo derecho un aldeano que la persona más informada del mundo? Porque, como decía John Dewey, nadie sabe mejor que uno mismo dónde le aprietan los zapatos».

Jason Brennan se defiende: «No hay duda de que en el mundo real cualquier sistema epistocrático sufriría los fracasos y abusos del gobierno. Pero lo mismo ocurre con la democracia. Tanto un sistema como el otro serán imperfectos y defectuosos. La pregunta que debemos hacernos es qué sistema funcionaría mejor».

fuente : Rodrigo Terrasa